sábado, 12 de mayo de 2007

Aquella mujer


Aquella mujer caminaba por inercia. El chico, alto y moreno, la llevaba enlazada por los hombros. Parecía ayudarla a dar sus pasos. Había mucha gente detrás, silenciosa, susurrante, respetuosa en aquella fría tarde de Diciembre.

- ¿Qué pasará detrás de esos ojos?
- Y... ¡qué más da!
Al fin y al cabo se trataba de acompañar ¿no? bien, pues ya estaba. Cumplía su ritual. Los hábitos impuestos por los siglos y las tradiciones pueblerinas. Su madre lo había obligado a asistir, tienes que ir, le había dicho, siempre se portó muy bien con nosotros, desde pequeño te ha hecho todos los análisis sin cobrarnos y además con esa su sonrisa tan característica de hombre bueno, había añadido.
- ¡Vaaaaleee!
Allí estaba. Y seguía entretenido mirando a la mujer andar por costumbre.

Desde el otro lado de los ojos, la mujer vio pasar la última película a la que había asistido. El cine era mágico. Desfilaban las historias, las imágenes, mientras trataba de acomodar su abultado cuerpo a la incomodidad de la butaca. La distraía.
Bien a las claras se deducía su gestación. Era una barriga extraña en su cuerpo delgado y huesudo. No, no era su primer hijo. El tercero.

- ¡Qué locura! ¡Con los tiempos que corren! ¡Qué barbaridad! ¡Tres hijos! bueno, pero él lo gana bien, no tendrán problemas.

Escuchaba todo el rato a su alrededor.

- Y encima... ¡otro niño! - comentaban de su puntiaguda barriga- Un despiste lo tiene cualquiera, ya se sabe, hay que dejar un rincón para el tercero, el que no te esperas, un día te distraes y ¡hala! embarazo que te pego.
Insistían las voces.
Poco sabían que era un hijo deseado.
- ¿Vas a por la niña, verdad?

Y dale... ¡qué pesadas! porque casi siempre eran mujeres las que lo decían. Los hombres miraban al suyo y sonreían primero, cómplices, para añadir

- ¡Macho, otra boca más!

Hacía 16 meses que se había hecho retirar el diu, ese aparato vaginal para evitar los embarazos.
Después de seis años decidieron ir a por el tercero. Ahí estaba, dentro de ella.

- Será futbolista, pensaba ella, eso dicen cuando se mueven tanto y dan tantas pataditas.


A los seis meses le confirmaron que era un varón.

Las imágenes continuaban rápidas. Trató de colocarse mejor, al no ser primeriza el vientre era más abultado.

Aún por la noche las imágenes... su madre y su padre, él y ella, una casa, un patio.
Su padre sostenía en brazos a un bebé, casi rubio, ojos azules, precioso.
Su madre sonreía y charlaban.
Pasaban al salón.
Justo en ese momento ella, mirando al padre notó que se iba a caer y, rápidamente, tomó al niño, apenas ocho meses, de sus brazos.
¡Qué reflejos! El hombre, fuerte y grande, se desplomaba como una pluma.
Y ahí acabó el sueño o, quizás mejor, mitad pesadilla mitad sueño.

Pensó, este niño es igualito a mi sobrino. Casi rubio, ojos azules.
Siempre le habían atraído los ojos claros, aunque no los rubios.
Despertó atosigada por lo soñado. Incómoda. Sudorosa. Le contó el sueño a su marido.
- Siempre ha sido tu sobrino favorito, no me extraña que sueñes así a nuestro hijo, fue la respuesta.

Dolores de parto. Prisas. Calor. Agobio. Comadrona malhumorada .

- ¡Mira que ponerse a parir a la una de la madrugada! observaba la partera y decía, ¡usted no está de parto!...

- ¡Vaya! y eso era una profesional... ¡cómo si fuera ella la que sentía los dolores! ¡no te fastidia!

La dejó hacer mientras observaba sus ojos cargados de sueño y el rictus amargo de su boca.

- Es que hace doblete, termina en el Materno y luego viene aquí. No se lo tengas en cuenta.

Eso decía su marido. Claro, él no era quien soportaba sus malos modos.

Box. Monitorización. Vientre duro de contracción larga.

- ¡Sí que tiene contracciones! disculpa, estabas tan tranquila...
- ¡Qué descubrimiento! A lo mejor querías unos gritos típicos de parturienta.
- No, no, mejor así. Perdóname.
Continuaba el diálogo.

La sucesión de imágenes se convirtieron en puro vértigo. Todo el mundo corría, entraban y salían en el box, observaban el monitor.
Vuelta a salir.
Ginecólogo amable.
Marido sudoroso.

- Hay que hacer cesárea, dijeron.

Las lágrimas borraron los dolores, ahora sólo veía su anterior cesárea, el primer hijo, y la anestesia en el segundo por temor a un desgarro de útero. Lo habían planificado todo, incluso la epidural para poder ver nacer a su último hijo.

Ascensor, caras de angustia, dolores ininterrumpidos.
Quirófano.
Una mano agarraba fuertemente su miedo.

Velada por la anestesia, ya en la habitación, escuchaba las voces del gine y la anestesista.
Alguien pedía a su pareja que se trasladara a Intensivos del Materno.
Nani, la anestesista, se quedó con ella. Fue su condición para dejar marchar al marido.
Oyó como ésta daba un gritito

- ¡Una cucaracha! ¡mátala! no me dejes aquí así, me da algo...
Era al médico la petición.

Silencio.

El rumor de las olas cercanas despertó el inducido sueño.
El hombre la observaba desde una distorsionada sonrisa.

- ¿Qué ha pasado? ¿Y el niño? ¿Está bien? ¿Avisaste a mis padres?
- Tranquila. El niño está en observación, mintió. Hubo un problema respiratorio pero, está bien. Tus padres ya están de camino.
- Cuéntame cómo es.
- Gordito, rubio, ojos claros...

Volvió a entrar en su somnolencia.

Ya está diciéndome boberías, fue lo último que pensó.

Caminaba por inercia, sí, la mujer.

Supo que la noche anterior, esperando la cena de navidad, había estado haciendole fotos al padre.
Sentado en su sillón de orejas, como siempre. Viendo al nieto más pequeño, de apenas ocho meses, que trataba de dar vueltas en la amplia alfombra.
Le contaron de una buena cena.
Cava y risas.
Familia.
Niños.

Fue de madrugada.
La madre llamó urgente al marido. El padre estaba muy mal.
Olía a muerte. El padre sabía su final.
- Esto se acabó, chiquita.

Eso le dijo a su hija

Fiel la mirada sobre aquella mujer. Pudo percibir como le temblaba todo el cuerpo.
Quizás era por eso que la sujetaba el hermano.

Las últimas paletadas de cemento.
Acababa el ritual.
Los últimos saludos.
Los últimos besos a aquella familia cansada, llorosa que lentamente caminaba a la ausencia seguida por las campanas, lentas y espaciadas de sonido grueso y duro.

Ella llegó a la casa familiar. Besó a su madre sin poder articular palabra.

Aún permanecía en las escaleras, en la sala, ese olor de flores. Se había llenado todo de ellas, era una muestra de cariño y recuerdo al padre.
Se recibieron muchas coronas, demasiadas, hubo que colocarlas hasta en el zaguán.
Flores de duelo.
Olor de muerte.

Se lavó las manos.
Tomó la colonia de su hijo pequeño tratando de encontrar otro aroma.
El niño, su hijo, enredaba en la alfombra con unos juguetes de goma.

- ¡Hola, mi cielo!

Aquel chiquillo de ocho meses, levantó la cabeza de pelo casi rubio y la miró desde muy atrás de sus ojos azules.

© Anaís

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué decir de este post... Después de leerlo una y otra vez se me siguen saltando las lagrimas...
Lo leería mil veces más y no me cansaría...
Te quiero mucho mamá

Ana Hernández Guimerá dijo...

¡Mi niño lindo! Ya ves, así fueron las cosas y así las cuento.
No llores mucho no sea que se te estropee esa límpida y azul mirada.
Besos y ternuras