sábado, 26 de mayo de 2007

Sirena, la cazadora de penas

Esta narración es un poco larga, pero les aseguro que si la leen no se arrepentirán. El dibujo que ilustra la foto fue hecho por una alumna que se prendó, al igual que otros muchos, de Sirena.



Sirena era soñadora, siempre lo había sido. A menudo su madre contaba la anécdota de cuando, teniendo todavía cinco años, se empeñó en fabricar una jaula con plumas de paloma y pelos de gato para meter en ella las pesadillas, los malos sueños y las penas. Recordaba también la madre de Sirena como, viendo a su hija atareada buscando, recogiendo, escogiendo, tejiendo plumas y pelos y sueños, la nube de tristeza que desde hacía unos meses se había posado en la mirada de su marido, el padre de Sirena, pasó. Y la alegría con que Sirena paseaba su jaula, ya terminada, afirmando haber capturado todas las penas que asolaban a su padre. Sí, Sirena era soñadora.

Pero esos mismos sueños eran los que a menudo le provocaban incertidumbres y tristeza. Le costaba entender por qué no podía ponerse su jersey favorito, una prenda de cuello alto desproporcionadamente larga para su frágil cuerpo, cuando iba a casa de su abuela. No entendía las explicaciones que sobre apariencias y decoro en el vestir su madre argumentaba. Tampoco comprendía por qué no podía decir lo que pensaba, lo que creía, lo que opinaba. Sirena soñaba e imaginaba un mundo donde cada cual pudiera mostrarse tal cual fuera, sin temor a lo que los demás pudieran pensar, sin sentir el peso de las miradas ajenas juzgando al prójimo.

A Sirena, además de soñar, le gustaba viajar. Ya de niña acostumbraba a dormirse abrazando un atlas de geografía por osito de peluche. Cuando le preguntaban qué sería de mayor respondía, inexorable, viajera y cazadora de penas. Sus padres solían sonreír ante las ocurrencias de Sirena, pero al comprobar que mantenía su propósito de viajar cazando penas bien entrada la adolescencia, empezaron a preocuparse.

- Sirena, hija mía - le decía a menudo su madre - ¿ no crees que es ya hora de empezar a pensar qué querrás de la vida?

A lo que Sirena siempre le respondía:

- Mamá, hace ya muchos años que sé lo que espero de la vida. Poder viajar, conocer gentes, alegrarles el corazón y que me lo alegren, y sobre todo, mamá, no arrepentirme jamás de nada de lo que haga.

La madre de Sirena se desesperaba cada vez que hablaban de ello. No entendía la ingenuidad de su hija, ya casi adulta, y le asustaba pensar que sería de Sirena cuando ella faltara. Por eso, el día que Sirena le anunció que se iba de viaje, que tenía que empezar ya a trabajar, a conocer gentes y a cazar penas, su madre se quedó atónita, sin reaccionar. Fue al día siguiente de cumplir dieciocho años, recién estrenada la mayoría de edad.

- Te prometo, mamá, que tendré cuidado. Te prometo que no haré daño a nadie conscientemente y que intentaré ser feliz. Y como no deseo que sufras, que te iré contando cosas de todos los lugares y gentes que vaya conociendo.

Y sin esperar respuesta, besó a su padre en la mejilla, se abrazó a su madre y, sin volver la mirada, se perdió por el largo pasillo de la que durante dieciocho años había sido su casa, camino de su nuevo hogar, el mundo, vestida con su viejo jersey de lana. Sirena llevaba el atlas debajo del brazo y una pequeñísima mochila por todo equipaje, de la que colgaba la jaula que trece años atrás construyera.

Pasaron meses hasta que la madre de Sirena recibió noticias de su hija. Cuando ya temía lo peor, cuando terribles pensamientos asolaban su sueño noche tras noche, la esperanza llegó dentro de un sobre con matasellos de un país centroafricano. En la carta, Sirena contaba todas las peripecias vividas para llegar a Costa de Marfil a bordo de un mercante rumano. Explicaba como conoció en Glasgow al capitán del barco una noche de luna llena paseando por el puerto. También le decía como él, agradecido por haberle quitado la pena que le acompañaba desde que enviudó, varió el rumbo de la nave para llevar a Sirena hasta Abdijan. Seguía la misiva explicando como había conocido, en un maravilloso lugar de la selva tropical, unas gentes que también cazaban penas. Le contaba, sin que su madre entendiera nada, las grandes diferencias en la manera de cazarlas. Decía que si bien ella siempre prefería capturarlas a la luz de la luna, a poder ser en noches de luna llena, los Ngmananis lo hacían siempre al alba. Salió a cazar con ellos muchas noches y, entre otras, pudo capturar una maravillosa madrugada del mes de agosto la pena de la sequía, después de semanas persiguiéndola. Contaba también la carta como, tan pronto consiguió meterla en su jaula, empezó a llover, y como la selva y los animales le agradecieron el esfuerzo de tantas noches en vela mostrándose de repente en todo su esplendor.

Le confesaba sentirse feliz, orgullosa de ser como era. Terminaba la carta contándole los preparativos de su próxima partida. Se dirigía hacia el norte, ya que había oído hablar de unos tuaregs que también cazaban penas, pero de día y con unas trampas de arena. “¿Cómo lo harán para encerrar las penas en jaulas de arena?” era la pregunta con la que terminaba la carta.

Mientras esto ocurría, Sirena estaba ya muy lejos de las selvas de Costa de Marfil. Partió hacia Níger acompañando a un geólogo, conocido unos meses atrás y al que también le cazó un par de penas. Denís, que así se llamaba, vivía triste. Apenaba su espíritu la incomprensión de su abuelo, un rico y afamado joyero francés, para quién el título en geología de su nieto no era más que un aumento de prestigio en su estirpe. Denís había abandonado París con la amenaza de su abuelo de desheredarlo si no regresaba antes de un año a hacerse cargo de todos los negocios, y vivía aprisionado entre escuchar a su corazón y su pasión por descubrir nuevos minerales y la fidelidad al mundo de seguridades que París le ofrecía. Sirena fue cazando una a una, con paciencia y cariño, casi todas las penas que el alma de Denís albergaba. Le cazó el miedo al futuro acompañándolo en largas contemplaciones de la vida de la selva, haciéndole notar cómo siempre el mundo proporcionaba, a quién supiera verlo, medios suficientes para subsistir. Le cazó también el miedo a la muerte, despacito, haciéndole preguntas sobre la naturaleza de las piedras. Fue el mismo Denís quién, guiado por las preguntas de Sirena, terminó por comprender que él mismo sería algún día parte de aquellas maravillosas estructuras geométricas que tanto admiraba. Pero Sirena estaba un poco triste, porque por más que lo había intentado, no había logrado cazarle a Denís la pena que le provocaba el miedo a ser feliz. Porque Sirena, sin comprender bien la razón, se había dado cuenta que la mayoría de las personas sufren miedo, pánico a ser felices, a que sus sueños se transformen en realidad. Persiguiendo esa pena que no lograba cazar, que se le resistía y que a menudo ensombrecía el rostro de Denís, termino por acompañar al joven en todas sus idas y venidas.

Dos años después de recibir la primera carta, la señora Calper, la madre de Sirena, se asustó al recoger la correspondencia. Había en ella un sobre, con matasellos de París, escrito a máquina y con unas letras barrocas impresas de difícil lectura. Asustada, temiendo lo peor, abrió ese sobre de cualquier manera. Pero eso no hizo más que aumentar su desazón, ya que la carta que intentó leer resulto del todo ininteligible para ella. Estaba escrita con absoluta claridad, a máquina, ¡ pero en francés ! Convencida que aquella misiva tenía que ver con su hija, esa misma tarde acudió a un traductor averiguado en el listín telefónico. Después de pagar tarifa triple por quererlo para el mismo momento, salió del despacho del traductor y ni tan solo esperó a llegar a la calle. Allí mismo, en el rellano de la oscura escalera, abrió el sobre que contenía la traducción y halló el siguiente texto.

París, 17 de Octubre de 1997

Apreciados Srs. Calper:

Ante todo disculparme por el atrevimiento de mandarles la presente sin haber sido ni tan sólo presentados, pero las circunstancias así lo han querido. En segundo lugar, presentarme. Soy Maurice Lavignon de la Croix, abuelo, como por el nombre deducirán, de Denís Lavignon, el novio de Sirena. El motivo de la presente no es otro que hacerles comprender lo inútil de las pretensiones de su hija y de mi nieto Denís. Puedo asegurarles que si se mantienen firmes en su propósito, les espera una vida llena de miserias y de calamidades, ya que nada haré por hacerles la vida mas fácil; es más, daré a mi nieto Denís por muerto igual que en su día tuve que hacer con su padre.

Ahora bien, si ambos son razonables, si atienden a mis propósitos y deciden de una vez por todas dejarse de soñar imposibles, les garantizo que tanto el futuro de ustedes como el de su hija Sirena estará por siempre solventado. Apelo pues a la autoridad que a buen seguro tienen ustedes sobre su hija para que le hagan ver lo inútil de sus propósitos.

En la seguridad que comprenderán los motivos de esta carta y de que no despreciarán el trato que habrá de cambiar sus vidas, quedo a la espera de sus noticias.

Firmado: Maurice Lavignon de la Croix.

Lo único que la carta disipó en el ánimo de la señora Calper fue la angustia que había provocado pensar que a Sirena le hubiera ocurrido algo. Al menos estaba viva, pensó, metida en buen lío por lo poco que podía deducir, pero viva. Por lo demás, resultaba un jeroglífico. Hacía más de un año que no recibía noticias de Sirena, y jamás había oído hablar de ningún Denís. Le extrañó mucho no haber recibido noticias de ella en el sentido que la carta anunciaba. Recordando a su hija, su tozudez por decir siempre lo que pensaba, su tesón por lograr su sueño de convertirse en cazadora de penas, la señora Calper rompió la carta y su traducción, arrojo los papeles en un contenedor de basura, y regresó andando hacia su casa, tranquilamente, como hacía años que no paseaba, con una enorme sonrisa puesta, pensando que quizá aún estaba a tiempo de aprender a tocar el violín, aquel sueño que un matrimonio precoz había interrumpido hacía años.

En tanto, Sirena y Denís, ajenos a los maquiavélicos movimientos del Sr. Lavignon, empezaban a acusar el peso de la rutina. Sirena había seguido a Denís hasta París, olvidando temporalmente a los cazadores de penas del desierto, a los que no logró conocer, empeñada como estaba en cazar la pena, la última, que asolaba el corazón de su amigo. Por otro lado, Denís no sabía vivir ya sin Sirena a su lado. Las largas contemplaciones de la luna y las estrellas bajo el cielo africano, la madurez de mujer mayor mezclada con la ingenuidad de niña que Sirena tan bien aglutinaba, su dulce voz y su infinita paciencia, terminaron por cautivar al geólogo.

Pronto abrió su corazón a la mirada de Sirena; le contó sus sueños y su sueño, el importante, el que toda persona siente en algún momento de su vida y que, demasiado a menudo, casi todos olvidan, el principal: Hallar una mina de diamantes que ya en tiempos de los faraones existía bajo las arenas del desierto, cerca de Abu Simbel, la ciudad egipcia a orillas del Nilo. Con Sirena le resultaba sencillo hablar de ello; es más, hablándole descubría nuevas posibilidades a su proyecto, lo enfocaba desde perspectivas que nunca antes había utilizado. Por eso, cuando estaba a punto de cumplirse el año de su marcha de la capital francesa, le pidió que le acompañara. Le aseguró que era cosa de semanas, a lo sumo de meses, convencer al abuelo y regresar. Afirmaba sonriendo que así conocería París, la ciudad de la luz, la capital del mundo. Sirena, que aún percibía la sombra de la pena ondeando en las pupilas de Denís, aceptó con un beso la invitación.

Pero cada día que pasaba pesaba como una losa en los corazones de ambos. Al principió la novedad de la ciudad, el tener que acostumbrarse a un medio casi olvidado para ella, le ayudó a soportar mejor la tristeza que veía en la mayoría de los ojos que miraba. Eso le desesperaba. Jamás había sido consciente del enorme trabajo que quedaba por hacer. ¡ El mundo civilizado estaba casi por completo en manos de las penas ! No había cordialidad en sus habitantes; por la calle la gente se gritaba y se insultaba al más mínimo roce. Nadie hacia nada por nadie.

Tomo por costumbre llevar a comer cada día a la casa que compartía con Denís a alguna de aquellas personas que, ya sin fuerzas para luchar contra las penas, vivían ajenas y ausentes, ignotas para el resto de transeúntes. Compartían con ellos su comida, les cazaba alguna pena, no tenía tiempo para todas, la más grande, la que con mayor fuerza oprimía sus gargantas sin dejar que la voz de la felicidad saliese, y los despedía mostrándoles la jaula hecha de plumas de paloma y pelos de gato, a modo de garantía de que esa pena nunca más volvería a importunar el corazón de los visitantes.

Una mañana, recién estrenado el día, mientras observaban juntos desde el balcón la llegada del alba, como venían haciendo desde que empezaran a compartir camino en Africa, Denís le pidió que ese día no llevara a nadie a comer a casa.

- ¿ Porqué ?

- Porque viene a comer el abuelo Mauricio. Quiere conocerte. Le he dicho que nos vamos a casar.

Sirena, en aquel momento, sintió lo que jamás antes había experimentado. Empezó por notar unas cosquillas, suaves al principio, en el lado izquierdo de su vientre. A continuación, con la mirada perdida por encima de los techos de París, le pareció que las cosquillas subían hacia arriba, pero que ya no eran cosquillas, sino dolor, un dolor que lenta e inexorablemente envolvía su corazón y se propagaba por sus costillas, por su esternón. Quiso tragar saliva y no pudo. ¡Tenía la garganta cerrada! Tampoco podía hablar. Un leve mareo empezó a mecerla, cada vez con mayor insistencia, hasta que tuvo que apoyarse en la pared. Sus rodillas temblaban, pero ella no era consciente. Intentaba escuchar, sin lograrlo, las explicaciones que Denís, sonrisa en los labios y gesticulando, lanzaba a la fría mañana parisina. Cuando las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, Sirena estaba ya sentada en el suelo de la terraza, ajena a cuanto le rodeaba, convencida de haber sido cazada por primera vez por una pena: descubrir que Denís decidía por ella, que la consideraba suya.

Continuará..........

A las dos semanas de dejar a Denís, Sirena encontró una buhardilla en el barrio latino. Era pequeña, muy pequeña. Sirena tenía miedo de vivir en una casa grande. Miedo a que, habiendo tanto espacio, cupiesen aún más tristeza. Pensó que en una pequeña buhardilla, un apartamento de una sola pieza donde casi ni cabían la cama, la jaula, el atlas y la melancolía de perder la amistad de Denís, no habría lugar para más penas. Estaba desconcertada, pues sentía aun en su costado aquel dolor, como un pellizco del alma oprimiendo su corazón, esa opresión que le negaba la sonrisa y que le impedía disfrutar de la maravilla de la vida. Sirena se dio cuenta que tenía miedo a las penas. Se había dedicado durante más de dos años a cazarlas, imprudente, inconsciente, temeraria. Las cazaba, como una vez le dijera el jefe de la tribu de los Ngmananis sin que ella lo comprendiese, ajena al sedante veneno de su mordedura. Hoy si lo comprendía. La apatía se había instalado en su corazón y gobernaba su alma. Muchas mañanas ni tan solo se levantaba a mirar el nacimiento del nuevo día. Salía a la calle ajena de sí misma y de los demás. El miedo guiaba sus pasos y susurraba en su alma. Miedo a las penas, esa era la realidad. Ella, convencida de ser cazadora de penas, de repente no se atrevía a mirar a la vida de frente. Cuando la apatía y la desgana invaden el espacio destinado a dejar que la vida nos sorprenda, el miedo se convierte en único consejero.

Una mañana oyó que alguien la llamaba por su nombre. Era una mujer que acudía hacia ella con una sonrisa brillante en su rostro. Sirena no recordaba ese brillo de ojos ni esa alma sonriente que le ofrecía una mejilla al besarla.

-¡Sirena, que alegría, te suponía lejos de París!- exclamó la mujer.

Sirena seguía sin recordar. Intentó que acudiesen de su memoria todos los rostros que había conocido en París, pero ninguna mirada era tan brillante como aquella.

-Espero que sigas teniendo encerrado en tu jaula el miedo a vivir en soledad -continuó la mujer. Desde que cazaste esa pena, desde que comprendí con tu ayuda que un rostro ajado, sombrío y triste es casi invisible para el mundo, mi pena y mi miedo se fueron diluyendo y hoy ya no son ni recuerdo. Tenías razón, Sirena, cuando me decías que buscase lo bueno que hay en mi para ofrecerlo a los demás en lugar de entregar la amargura de la pena y el miedo. Ya no me asusta la idea de estar sola. Desde que el miedo a estar sola abandono mi corazón, desde que aprendí a quererme en lugar de esperar que me quisieran, vuelvo a tener amigos. Ya no me asusta no tenerlos, y acaso por eso los tenga. Me ayudaste a comprender que la soledad es como un viejo violonchelo. Si lo cuidamos y lo limpiamos y aprendemos a conocerlo y a acariciarlo, su alma nos regala la más dulce de las melodías. Pero ¡ay! del músico que lo abandone en oscuro rincón. Sus cuerdas se destensan y desafinan, su vientre se cubre de polvo, su clavijero se niega a girar y cuando queremos darnos cuenta se ha convertido en un monstruo enorme y gris que gruñe y gime en vez de cantar.

-Creo que mi violonchelo quedó abandonado al alba de un amanecer, una fría mañana de invierno.

-¿Como dices, Sirena?

-Te conocí tan apagada que no he podido reconocerte hasta que me has contado tu historia. Tu mirada es otra. Celebro saber que has logrado ocupar con esperanza ese rincón que la pena ensombrecía. Hoy, la mirada que no ve es la mía. La sombra de la tristeza oculta mis sueños, y el miedo me acompaña. París se ha convertido en la jaula gris y monótona que me recuerda a cada momento el camino que perdí. Y lo peor de todo es que no sé como salir.

-Sueña, Sirena, sueña.

-No me atrevo a mirar a las penas a los ojos. Temo no poder vencerlas.

-Sueña, Sirena, sueña. Vuelve a tu libro, toma tu jaula, vuela.

La mujer prometió visitar a Sirena esa misma noche, en su buhardilla. Llegó a tiempo de ver, a través de la pequeña ventana que ventilaba los miedos de Sirena, el sol escondiéndose detrás de los tejados parisinos. La presencia de la mujer animó a Sirena. Le habló de su tierra, de sus gentes, de la luz de un cielo azul como el azul de unos ojos limpios, y del mar. Sobre todo le habló del mar. Le pidió que cerrara los ojos e imaginara, sintiese, la caricia de una arena negra en sus pies, el beso de un agua limpia y salada llegando a sus tobillos. La tomó de la mano y juntas pasearon por una playa llena de esperanza y tranquilidad.

En el momento de irse, la mujer dio a Sirena un pequeño paquete. En su interior encontró una preciosa caracola marina. Era tan bonita, tan brillante, tan suave al tacto que Sirena le dijo que no podía aceptarla.

-Quédate con mi regalo, Sirena. Yo ya no la necesito. Tu encerraste mi pena en tu jaula, y me gustaría tener también yo otra jaula donde poder capturar la tuya. Pero no la tengo. Acepta mi caracola. En las largas noches de soledad, antes que cazaras mi tristeza, cuando mi corazón ni tan solo podía oír sus latidos, el murmullo de esta caracola me arrullaba. Que esta caracola libere tu alegría como tu jaula prendió mis miedos y mi melancolía.

Sirena, aquella noche, se durmió con la caracola pegada al oído y abrazada a su atlas, abierto por la página en la que la mujer le indicó el lugar de donde procedía aquel tesoro marino. Por primera vez desde que la pena de ver como Denís la consideraba suya en vez de su amiga atenazara su garganta, Sirena no tuvo pesadillas. Aquella noche, Sirena durmió acunada por el regresar de las olas. Aquella noche, Sirena soñó con una playa de arena negra llena de gaviotas que le susurraban canciones y secretos al oído, gaviotas llenas de vida que con sus picos la elevaban por encima de las olas. Aquella noche, una sonrisa volvió a iluminar el rostro de Sirena.

La mañana la sorprendió aun soñando. Estaba en pleno vuelo, bailando en el aire, jugando saltar, como hacían sus amigas, las gaviotas, sobre el blanco colchón de nubes, cuando de repente sintió que caía. Y debajo de las nubes no aguardaba el mar. Debajo las nubes, la esperaba otro colchón, no de algodones irisados por el sol, sino el colchón de la realidad de tristeza y apatía de la buhardilla parisina. El atlas seguía abierto por la misma página en que lo dejara antes de dormirse. Aun creía poder oír las risas de las gaviotas. Aun le parecía escuchar su nombre brotando de sus picos. Todavía tenia el olor de la sal en su pelo. Sentada en la cama, mirando el viejo atlas descolorido, entendió que había llegado la hora de dejar atrás París. Sabía que esas gaviotas que la habían acompañado en sueños la estaban esperando. Esa mañana Sirena se vistió su viejo jersey de lana, sacudió el polvo de su jaula y las dudas de su corazón, y echó a andar rumbo al mar. En algún lugar encontraría algún marinero que quisiese contarle como llegar a esas playas de negra arena y roca volcánica. Quizás incluso lograra conocer quién supiera de esas gaviotas que reían y hablaban y jugaban a saltar sobre el blanco colchón de unas nubes que a Sirena le recordaban el vientre gris de un asno.

Tardó solo veinte días en llegar andando hasta Brest. Una vez allí, se instalo en el puerto a la espera de encontrar la manera de llegar a su nuevo destino, aquella isla de sol y magia que le esperaba en medio del océano. Una noche, andando por el malecón mostrando su atlas a todos los marineros que encontraba a su paso por saber si había algún barco en el puerto con destino a aquella diminuta mancha en medio del azul del mar, un viejo pescador le dijo:

-Te llamas Sirena, ¿verdad?

De nuevo no podía recordar aquella mirada.

-Perdona que sepa reconocerte -respondió- pero mi alma anda un poco bizca por culpa de una pena que hace tiempo que me acompaña. ¿Te cacé alguna pena en París?

El viejo sonrió.

-Efectivamente eres Sirena- dijo. No puedes reconocerme, pues no me conoces. Nunca antes habíamos hablado. Pero cierta vez oí contar una historia acerca de una muchacha de pelo largo y ojos claros, delgada como la línea del horizonte y de andar tranquilo como el mar después de las tormentas del verano. Decían de ti que cazabas penas y las metías en una jaula que colgaba de tu mochila. Decían que alegrabas las almas tristes y que tu sonrisa iluminaba más que el sol del verano. Un viejo capitán inglés me contó que dejo en Abdiján con su pena encerrada en tu jaula. Que desde que te conoció, la tristeza por la muerte de su mujer se convirtió en gratitud por el tiempo que pudo compartir con ella. Que le ayudaste a comprender que solo muere a quién olvidamos.

-¡Recuerdo a ese capitán!- exclamó Sirena. Fue muy bueno conmigo. Sabes, ya no puedo cazar penas.

-Yo no quiero que me caces ninguna pena - respondió el pescador. ¿Y porque no puedes cazar penas?

-Porque tengo miedo- respondió Sirena. ¿Tu sabes de donde viene el miedo?

-Una vez oí, se oyen tantas cosas en las noches de niebla cuando el alma busca el puerto para regresar, que el miedo vive en el fondo del mar. Cuando nacemos, el dios de la fuerza escribe nuestro nombre en una piedra y la arroja desde el cielo con fuerza al mar. Esta piedra con nuestro nombre, movida por las corrientes, va a parar al fondo del mar, junto a las piedras con el nombre de todas las personas que viven a nuestro alrededor. Pasa a formar parte de un collar de almas prendido del hilo de la confianza. El fondo del mar está lleno de collares de almas. Cuando morimos, la piedra que llevaba nuestro nombre, se convierte entonces en luz, y algunas veces esa luz ilumina todo el collar al que pertenecía. Cuanto mayor ha sido nuestro amor, nuestra bondad, nuestro cuidado con las personas que nos rodean, más tiempo ilumina la luz de la piedra que llevaba nuestro nombre el collar que la prendía. A mi mismo, en dos ocasiones, pescando de noche, la luz de algún collar de almas me ha salvado de naufragar avisándome de alguna roca traidora.
Pero en el mar, en la parte más profunda y oscura, vive una inmensa serpiente, O’Hambley, que viene a querer decir algo así como a quien molesta la luz. La serpiente es casi ciega, y casi nunca sale del fondo oscuro. Para alimentarse, mueve su cuerpo con una fuerza increíble, generando una corriente de agua que va hacia ella. Evidentemente, el dios de la fuerza solo lanza piedras al fondo del mar cuando O’Hambley duerme, si no jamás lograrían alcanzar el collar de almas al que pasan a formar parte. Cuando perdemos la fe en nosotros mismos, cuando dejamos de creer en quienes nos rodean, cuando sustituimos el amor por egoísmo, el perdón por la venganza, la generosidad por la envidia, cuando nuestra mirada se tiñe de odio, el sedimento que poco a poco se había ido formando entre la piedra que lleva nuestro nombre y las que tenemos alrededor se va diluyendo y notamos cada vez más la fuerza de la corriente de O’Hambley. Y eso es el miedo. La posibilidad de que nos trague la inmensa serpiente y al morir nuestra luz resulte invisible para quienes nos han querido, que resulte estéril nuestra existencia para los demás. Sé que pronto, muy pronto, mi piedra habrá de iluminar el fondo oscuro con mucha intensidad. - Dijo el pescador sonriendo.

-Espero que la piedra que lleva mi nombre siga todavía prendida a su collar de almas. Espero volver a cazar penas algún día y que mi luz ilumine otras miradas. ¿Puedo hacerte otra pregunta?

-Si la puedo responder…

-¿Conoces alguna playa de arena negra habitada por gaviotas que hablan y que juegan a saltar sobre las nubes?

-¿Gaviotas que hablan? Mmmmm, no, nunca he oído hablar de gaviotas que hablan.

-¿Y de playas de arena negra? - insistió Sirena.

-Bueno, una vez conocí a un pescador de caracolas. Pescaba caracolas en las que guardaba el murmullo del mar y el olor de la sal. Me dijo que las mejores caracolas que jamás había pescado las encontró en una isla de arena negra y rocas color carbón.

-¿Y tú sabes como puedo llegar a esa isla?

-No, no lo sé. ¿Es tan importante que llegues allí?

-Creo -respondió Sirena- que esas gaviotas saben como lograr que la corriente de O’Hambley no arrastre el sedimento que me une a mi collar de perlas.

-Pues entonces sí que es importante. Seguro que encontraremos la manera de que puedas llegar allí.

Continuará….
© Lluís Villar García

Desafortunadamente no habrá continuación ya que su autor, mi queridísimo amigo/hermano, se nos fue hacia las estrellas en un aciago 31 de Diciembre.

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