sábado, 12 de mayo de 2007

El impostor



Lo primero que hizo David al entrar en el edificio donde vivía fue ir
directamente hacia el buzón. Estaba abriéndolo cuando escuchó una voz que le preguntaba si subía. Comprobó que el vecino del segundo segunda le estaba esperando con la puerta del ascensor abierta. Retiró apresuradamente la correspondencia mientras respondía que sí. Ya dentro intentó recordar el nombre del atento vecino, pero se dio cuenta que, pese a llevar casi tres años viviendo en aquella finca, no lo sabía. Tuvo que limitarse a un “Muchas gracias” que le sonó absolutamente impersonal. El inicio de una reflexión sobre el poco conocimiento que se tiene de las personas que nos rodean se
vio interrumpido por la parada del ascensor. “Buenas noches”, se despidió del vecino sin lograr que la memoria revelase el rebelde nombre.
Ya en su piso, dejó la correspondencia sobre la mesa del pequeño estudio y comprobó si había mensajes en el contestador. El particular parpadeo de la luz del aparato, un constante guiño de una sola repetición, le indicó que una llamada lo esperaba. La voz de Rosa, única esperanza a sus anhelos de relación femenina, anulaba la cita que para aquella noche tenían excusándose en un ataque de feminidad agudo. “Siempre lo mismo”, dijo en voz alta, “cada
vez que creo tener una a punto, al final se cortan. Como siga así”, continuó hablando para si mismo, “tendré el mejor bíceps derecho de toda la ciudad.”
Después de cenar recordó el correo que le esperaba sobre la mesa. Inicio el repaso de recibos y extractos bancarios, “que otra cosa puedo recibir yo” murmuraba mientras tanto, de pie. Pero al encontrar de repente un sobre de color ceniza pálido, grueso y pesado, dirigido al vecino del segundo segunda, se sentó. Juan, eso era, Juan Marcet. Escrito en tinta azul a mano, el error de un desconocido cartero le trajo de regreso el nombre fugitivo
del ascensor. “Que casualidad”, se dijo, “mañana lo dejo en su buzón”
Diez días más tarde del primer encuentro volvió a coincidir con el vecino. Esta vez fue él quien esperó, y con un “¿Subes, Juan?” invitó al vecino a acompañarle en el trayecto. Con la sonrisa obsequio a su amabilidad llegó el recuerdo del sobre aun sin entregar. La duda de confesar su descuido o callar se resolvió de nuevo con un “Buenas noches” al llegar a la segunda planta. En el trayecto del segundo al cuarto se prometió como primera tarea al entrar en casa, antes incluso de comprobar el contestador, devolver la carta a su lugar de destino. Sin ni tan solo quitarse la chaqueta se dirigió directo al estudio. Tomó el sobre en sus manos y otra vez le llamó la
atención el excepcional grosor y peso del mismo. “¿Qué debe haber?”, se preguntó. Le dio la vuelta pretendiendo información en el remite pero únicamente pudo leer “Escorpio 69”. En menos de 10 segundos su imaginación se humedeció y voló sin freno.
Con el sobre en las manos se dijo que, ya puestos, tampoco pasaba nada si lo abría, satisfacía su curiosidad, lo cerraba y lo depositaba donde debería haber ido por primera vez.
Tal como había visto en alguna película de espías, puso agua a calentar en una olla. Cuando ésta ya hervía, empezó a pasar el sobre entre el vapor que el recipiente emanaba. Era tal su excitación, era tanta la seguridad de hallar algo distinto, diferente, anormal dentro del sobre, que en una de las pasadas éste se escurrió de sus dedos para ir a parar directamente al agua hirviendo. “¡Mierda!”, exclamó al quemarse la mano intentando sacar la carta de dentro de la olla, “¡ahora si que la he hecho buena!”. Tan rápido como su lastimada mano le permitió, vació la olla en el fregadero. Sin dudarlo ni un
instante, abrió el sobre de cualquier modo intentando salvar lo que había en su interior.
De la extensa carta, más de siete folios por las dos caras, prácticamente
no se había salvado nada. Toda la tinta se presentaba corrida, las hojas empapadas, algunas rotas al separarlas. Al estar las hojas dobladas en tercios, el primer y el último párrafo, los que quedaban más al interior, eran los menos dañados. También una fotografía de una chica morena, muy atractiva, que posaba sonriente en bikini como sabiendo el mojado destino de la instantánea, había resistido al inquisidor. Secó todo lo que pudo el papel y empezó a leer lo poco que no recibió hirviente bautismo.
“Apreciado Juan:” empezaba una letra redonda con exagerado punto sobre la
“i”
“Tu última carta me ha colmado de felicidad. Todavía me cuesta creer que haya funcionado la idea de poner un anuncio en prensa. No podía imaginar encontrar a alguien como tú. Si en la primera carta ya noté que eres especial, después de esta segunda estoy absolutamente convencida de haber hallado a la persona tan largamente deseada. Me ha impresionado la concepción que sobre el amor y la muerte tienes. También yo pienso que el amor verdadero es la única vía de salvación del alma, y la idea que propones
me parece excelente para demostrarnos el amor eterno. Por eso en esta carta abriré mi corazón y mi vida a tus ojos, deseo que me conozcas como nunca…”
Y aquí resultaba ya imposible continuar la lectura. Algunas frases podían medio adivinarse, pero totalmente aisladas del contexto. David intentó continuar leyendo mientras la envidia y el deseo iban tejiendo sutiles ramas en su espíritu. “Es cojunudo”, pensó, “mientras unos ligan con desconocidas hasta por carta, yo no me como ni un rosco.”
El final del escrito no dejaba lugar a la duda de los propósitos de aquella mujer.
“…hasta hoy. Espero impaciente tu llamada. Sabes de mí lo que nadie nunca ha sabido, y creo estar totalmente preparada para, tal y como tú dices, unirme a ti para siempre.”
A continuación firmaba Olga, y concluía el escrito un número de teléfono de su misma ciudad.
David dejó el aun húmedo papel y retomó la fotografía. La chica le pareció todavía más atractiva. Comprobó que la excitación se manifestaba en su masculinidad con una dureza y un vigor que no recordaba haber experimentado nunca. Se dio cuenta que no estaba en disposición de decidir que hacer.
Había estropeado mas de la mitad de la carta y, además, el sobre
absolutamente inservible. Aunque también podía utilizar un nuevo sobre e imitar la letra; nadie sabría jamás que él había estado manipulando la correspondencia del vecino. Con este pensamiento rondando su inquietud, se acostó.
Aquella noche soñó con la chica de la fotografía. Soñó que le miraba,
tumbada en una cama, desnuda, con la boca entreabierta, mojándose los labios con una lengua roja de provocación. Soñó que le susurraba, cimbreando su cintura, “ven, ven, únete a mí; ven, ven, estoy preparada.” Soñó que en silla contigua a la cama Juan Marcet, sentado y sonriente, le invitaba a gozar de su amante. Se despertó a las cinco de la mañana empapado en sudor y deseo, terriblemente excitado y deseando tener junto a él a la desconocida amante. Se levantó para buscar la foto de la chica, agua que habría de colmar su sed. El resto de la madrugada la pasó releyendo una y otra vez
aquella declaración de aceptación tan excepcional, intercalando entre
lectura y lectura largas contemplaciones a la foto que tanta inquietud le causaba.
Fue entonces cuando pasó por su cabeza la idea de suplantar al vecino y aprovechar el trabajo por él hecho. “Al fin y al cabo”, pensó, “seguro que debe tener más amigas epistolares, y yo no hay manera de que consiga una cita.”
Esa misma noche llamó a Olga, la desconocida y deseada mujer que no había dejado de sonreírle ni un solo momento desde la fotografía de su deseo.
Excusándose en una fingida timidez, David habló lo justo para concretar la cita. La voz, dulce y armoniosa, insistió en saber si debía cocinar la receta que él le había indicado en la última carta, a lo que el impostor no pudo responder mas que un evidente “por supuesto!”
Durante la cena él se abstuvo de expresar demasiadas opiniones,
desconocedor como era de las preferencias, gustos y hábitos de su vecino. De hecho la conversación fue más bien escasa, ensimismado como estaba disfrutando mentalmente del postre tan deseado. La chica era realmente atractiva, y David no podía creer que realmente estuviese funcionando su treta. Una pregunta de Olga lo sacó de su abstracción:
-¿Te gusta como he preparado la receta que me diste por correo? ¿Verdad que no ha quedado nada amargo?
-Para ser sincero, he de decir que nunca la había probado tan bien cocinada.
-¿Qué quiere decir que nunca la habías probado tan bien cocinada? ¡Pensaba que era la primera vez que hacías esto!
David dio, una vez más, la cita por perdida. No sabía que responder. No sabía cual era el juego entre su vecino y aquella maravillosa mujer.
Ignoraba anhelos, promesas, esperanzas; desconocía argumentos y tretas.
Lamentando mentalmente haber perdido la oportunidad de poseer a una mujer tan bonita, tan atractiva, miró fijamente a Olga. La miró con todo el deseo contenido durante meses asomándose a sus pupilas, recorrió sus labios quemando cada pliegue de su piel con sus ojos, siguió el contorno de su cuello hasta los hombros con los dedos de su mirada, desnudó de ropa a la chica con ojos suplicantes. Ella sintió la adulación de aquel deseo febril lamiendo su piel y su alma, taladrando sin compasión sus ojos, llegando donde nunca antes había llegado ninguna otra mirada. Fue ella quién rompió el momento al decir:
-Será mejor que nos demos prisa, me muero de ganas de que me hagas tuya.
A continuación se levantó de la silla, cogió a David de la mano y lo condujo por un estrecho corto pasillo hasta dejarlo tumbado, con un dulce beso, en la cama. Le rogó que se desnudase mientras ella iba cerrar con llave la puerta de la calle.
Él, obediente y ya desnudo, no entendía que fuese necesario tanto tiempo para cerrar una puerta con llave, aunque imaginaba que detrás de ese hecho se escondía una excusa de aseo y coquetería. Pensó que Olga, de algún modo, era un poco rara. ¡Pero estaba tan buena! Suerte de la foto de la carta, se dijo, si no sus amigos jamás creerían que él hubiese conquistado semejante hembra. Evidentemente obviaría ciertos detalles de cómo llegó a conocerla,
pero siempre se le había dado bien inventar historias. Mientras gozaba por segunda vez lo que aún no había logrado por vez primera, percibió una suave y relajante música. Persiguiendo a la música, llegó Olga. Por toda ropa, un transparente paño atado a su cintura y un manojo de cuerdas envolviendo sus pechos, abrazándolos por su base, elevándolos más aún, oprimiéndolos y endureciéndolos con la presión de las ataduras. Colgando del cuello, de un cordoncillo, llevaba una llave y unas pequeñas tijeras. Cogió las tijeras y
empezó a acariciar sus pechos con ellas, mirándole fijamente a los ojos. Se acercó a la cama y rodeó la cintura de David con sus muslos. Lentamente liberó las tijeras y la llave del cordón, sin dejar de buscar rastros de duda en la asustada mirada de David. Tomó la llave ente el índice y el pulgar de su diestra y con un armonioso movimiento de caderas la introdujo, ante el asombro de David, en el interior de su vagina sin soltarla ni un momento. Lentamente la fue sacando, a escasos centímetros de los labios de su amante, de nuevo al exterior. Sin dejar de mirarle a los ojos, acercó dedos y llave a la boca de David.
-Chúpala.
David, obediente, recorrió los dedos de la joven lentamente, jugando con ellos,. Ella iba introduciendo cada vez más adentro en la boca de David dedos y llave. En un momento retiró la mano dejando la llave en el interior y le cubrió los labios con ambas manos.
-Trágatela.
Él no reaccionaba. De repente empezó a sentir miedo. Ella seguía insistiendo cada vez con más presión.
-¡Trágatela, trágatela!
Convencido que si no se tragaba la llave la chica lo ahogaría, consiguió, tras un par de dolorosos intentos, que el áspero metal se deslizara por su laringe. Olga premió el esfuerzo con un largo y apasionado beso, logrando que parte de los miedos de David se desvanecieran. Siguió besándolo, pecho abajo, lamiendo su cintura, mordisqueando su ombligo y su pelvis, acariciando su pene mil veces mejor de lo que jamás hubiese podido imaginar.
De repente, agarrando la dureza de su deseo con una mano, cogió las tijeras con la otra y dijo:

-Quiero estar segura que nada nos impedirá unirnos para siempre. La única llave que puede abrir la puerta está en tu interior. Del teléfono me encargo yo.
Se estiró un poco y sin ni tan solo pensarlo, cortó el hilo del aparato.
Volvió a sentase sobre David y le pidió que la hiciese suya. Ella misma, con urgencia, casi con desesperación, tomo su pene y lo introdujo de una sola vez dentro de sus ardientes humedades. Lo montó con fuerza, rabiosamente, parándose cada vez que a David estaba a punto de sobrevenirle un orgasmo.
Él, absolutamente excitado, arrancó con fuerza el pañuelo que aún permanecía en la cintura de la amazona y cogiendo con una mano el nudo que unía las cuerdas en su espalda y con la otra su pelo, le aplastó la cara contra la almohada.
-¿Quieres que te haga mía, verdad? ¿Quieres que te haga mía? ¡Ahora sabrás lo que es sentirse poseída!
Totalmente fuera de sí la penetró de repente, brutalmente, por detrás. Con cada grito de Olga aumentaba más y más su excitación, el ímpetu de sus embestidas, la dureza y el tamaño de su miembro viril. Al oír los gemidos de la mujer anunciando la inminencia de su orgasmo, no se pudo reprimir y vació en su interior los largos meses de abstinencia, quedándose tumbado sobre el cuerpo de ella, totalmente laxo y abandonado, convulsivo con cada movimiento
de David, aun en su interior.
Ella se dio la vuelta, lo abrazó, y con un dulcísimo beso le transmitió el bienestar que le embriagaba. Entre beso y beso, Olga le preguntó:
-¿Cuánto crees que tardará en hacernos efecto?
-¿En hacernos efecto que? -respondió él algo perplejo
-¡Que ha de ser, tonto, el cianuro que me hiciste poner en la cena! –dijo con una sonrisa. Abrazándose con ternura a un incrédulo impostor continuó
– Es maravilloso saber que nunca nada logrará separarnos.

© Lluís R. Villar - 11 mar 1999

No hay comentarios: