Transcurría el mes de febrero de mil novecientos cincuenta y tantos en un apacible pueblo de la isla.
Ya bien entrada la tarde la mujer del boticario rompió aguas y con urgencia mandaron a buscar a la partera que vivía algunas casas más allá. Todo se desarrollaba con normalidad, la parturienta se fue preparando, tumbada sobre su cama después de colocar unos hules y algunas toallas donde poder resolver cómodamente “sin manchar mucho”. Era su quinto alumbramiento, el primero lo había tenido en pleno frente durante la guerra, por lo que éste no debería suponer el más mínimo problema. Aunque estaba gordísima, a pesar de las contracciones se encontraba más o menos relajada.
Con paso ágil se presentó pronto
- Esto no es para mí señor, llame rapidito al médico.
Éste se volteó con premura se asomó a la ventana del dormitorio y gritó con fuerza
- ¡El médico! ¡llamen al médico! ¡rápido, por favor, llámenlo!
Casualmente éste subía paseando por
- ¡Corre, trae un bisturí, tengo que cortar, se está amoratando!
Casi volando, en dos zancadas bajó las escaleras, pero el galeno no queriendo perder tiempo, temiéndose lo peor, decidió no esperar el utensilio. Con sus manos rajó la piel que presionaba al pequeño y con un hábil movimiento giró sus hombros
- ¡Empuja mujer! ¡empuja fuerte ahora!
Lentamente se deslizo entre sus manos y acto seguido pudo escucharse su primer llanto de saludo a la vida. ¡Qué alegría!
Los allí presentes no salían de su asombro al ver el tamaño del recién nacido, cosa que se constató al ponerlo luego sobre la báscula y apreciar como el fiel por poco sale disparado por el otro lado.
¡La criaturita tuvo un peso estimado de casi siete kilos!
Pronto corrió de boca en boca entre la gente del pueblo la noticia que comentaban con tierno sarcasmo
- ¿Te enteraste? ¡La mujer del boticario tuvo un fenómeno!
©Jorgehguimerá 10 abril de 2010
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